jueves, 25 de marzo de 2010

CON TODO, VOLVIÓ


Está Alberto, el militar
Que salió en la procesión
Con tricornio y con bastón,
Echando un bote a la mar.

(Los Zapaticos de Rosa)


El Alberto de esta historia, mi querida Colba, no es militar. Probablemente, el estro del Poeta pudo haberle concedido cualquier tipo de embarcación en algunos de los mundos posibles. De haber sido actualizada la representación del artista en el mundo de él, su vida hubiera seguido la estela de otros derroteros. Eso sí, en lugar del tricornio, cubría su intonsa cabellera una deshilachada gorra con las siglas NY.
Era uno de esos días tórridos del mes de julio en Santiago. Mi amiga y yo habíamos llegado a Cuba hacía apenas una semana. Aunque a efectos de las autoridades aduaneras y migratorias nos fueron asignadas diferentes casillas (fijando de este modo nuestra calidad de visitante), sin embargo, aquella mañana, el ojo avizor de Alberto paladeaba en fusión a sus potenciales consumidores. Entre las escasas opciones que dispone todo aquel que, no obstante con un “plus” en su billetera, renuncia a un paquete hotelero y se dispone a vivir como “uno más”, nos decidimos entonces por ir a la playa. Allí estaba él desde muy temprano. Al vernos comenzó su camuflado merodeo típico de un diurno rapaz. Cuando finalmente pudimos ubicarnos en uno de esos sitios tan cotizados como el que ofrece la sombra de cualquier objeto, aprovechó la coyuntura para ofrecernos, con un tono rayano en lo familiar, sus servicios disponibles. Desayuno, cócteles, mariscos frescos, cuarto, carro… y una retahíla de ofertas propiamente de un “todo incluido” en Dubái que de un affaire ambulante. No fue cuestión de marketing que en un instante llegase a persuadirnos, sino, más bien todo lo contrario, de pura necesidad básica desasistida por la infraestructura gastronómica. Nos citamos para la hora del almuerzo. El menú escogido es realmente insignificante en esta historia, y Alberto se marchó con la más alborozada sonrisa del quien ve aumentar su peculio.
No recuerdo cuántas veces antes del tiempo previsto le vimos pasar, nos lanzaba un guiño cómplice (parecido a la relación que guarda las micciones caninas con el territorio en propiedad) y seguía de largo. Al mediodía volvió por nosotros, nos indicó la mesa reservada e inmediatamente comenzó a servir el pedido. Pero había un elemento que no engarzaba con el conjunto del escenario, y que yo pronto capté. Las especialidades de la carta procedían de otro sitio menos de la cocina del herrumbroso y desasido establecimiento estatal. Desconozco las artimañas de las que se valía para utilizar el local en beneficio propio, pero hasta el policía de turno lo saludaba con orgiástica afabilidad. Es de suponer que algunas gotas de la ganancia de hoy salpiquen su impermeable uniforme.
Cuando hubimos deglutido el último sorbo de café que reposaba en el fondo del pequeño recipiente color ámbar, Alberto se acercó a nosotros para concluir con prestancia los honores de su oficio. Nos dejó la cuenta en un platillo y quedó erguido junto a la mesa como si escuchase en su interior una voz de mando. Sin embargo, el billete que ahora miraba en su mano parecía recordarle no sólo la precariedad de su negocio sino también de su existencia. Tomó una bici; y con el índice y el pulgar nos mostró el tiempo que duraría su trayecto. Presuponiendo un número de comportamientos que fijarían su personalidad, no apostábamos muy alto por que regresara. Con todo, volvió.
En medio de la exacerbación cotidiana de la duplicidad y al lado de la asepsia del sistema, Alberto ha encontrado una brecha donde convergen, paradójicamente, la práctica ilegal y la necesidad práctica.

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