miércoles, 7 de abril de 2010

LA REVOLUCIÓN DEVORA A SUS PROPIOS HIJOS


Varias veces al día iba y se arrodillaba en la capilla del Tadeo que se encuentra contigua a la catedral. Le habían dicho que él era el santo de los casos de difíciles soluciones, y, precisamente ahora, lloraba apocada con una mano sobre los pies desgastados de la imagen. Nunca antes, a sus cincuenta y cinco años recién cumplidos, había entrado en este lugar (hasta hace unos días consideraba a los creyentes sanguijuelas sociales que ralentizaban la llegada del hombre nuevo) vedado para la militancia. A decir verdad no existía ninguna ley que se lo prohibía, pero incumplirla acarreaba algunos peligros. Como un monumento a la derrota yacía en aquel banco de madera implorando para sí la pluridimensionalidad de su naturaleza que las doctrinas socialistas le habían extirpado.
Al verla, ex post facto, me hallé en medio de un cambio de representación: a saber, cuando doce años atrás, los límites de su ser, cual epíteto de Dios, revoloteaban ubicuos sobre las aulas de la universidad. De no ser por aquella mácula oscura que ocupaba gran parte de su macizo facial, no hubiera advertido su presencia. En ese tiempo era ella: la Dra. Magdalena, jefa de cátedra, vicerrectora, profesora de marxismo-leninismo, militante del Partido y su esposo ostentaba no menos curriculum que ella. Como fautores sectarios del MES (Ministerio de Educación Superior), velaban desde la cátedra de Marxismo e Historia por el fortalecimiento de la labor política e ideológica de docentes y educandos. Ambos representaban, a modo de pequeño experimento, la transverberación hipostática del sueño revolucionario en la sociedad. Pero, como en ocasiones se olvida que el curso mecánico de la transmisión genética no obedece ningún reglamento político, no sabemos qué gen defectuoso pudo engendrar el carácter espurio de su hijo. La rectora, amiga de la familia, hizo, muchas veces, la vista gorda. Sin embargo, esta vez, no pudo seguir aletargando su ceguera: otro orden superior le obligó la inmediata expulsión de la docencia a Magdalena y a su esposo. “Con esos precedentes familiares no valen para administrar las canteras de la Revolución”, fue la razón estipulada “desde arriba” –le dijo la rectora la noche anterior en su casa.
A Vladimir, el hijo de Magdalena, le habían requisado el ordenador junto con la impresora de cinta, más algunos libros de editoriales extranjeras que lograron esquivar la censura vigente. Desde algún tiempo su casa venía siendo lugar de encuentro y discusión para un grupo de intelectuales que pensaban al margen de la oficialidad. Él mismo tenía publicados algunos artículos en revistas y periódicos europeos de líneas contrarias al régimen. Sin mediar ningún orden jurídico Vladimir y sus colegas fueron condenados entre diez y veinte años a privación de libertad.
Todavía retumba en mi conciencia la sentencia lapidaria que Magdalena me lanzó como una maldición: “La Universidad es para los revolucionarios y tú con tus ideas no puedes seguir en ella.” Y me marché con la firmeza de estar haciendo lo correcto. Hoy ya es tarde para los consejos. No obstante, espero que ella haya comprendido que el término revolucionario es un ente abstracto que no tiene equivalencia humana, y que posee la cualidad semántica de simular objetividad allí donde mejor convenga a los que tienen el poder. La Revolución, Colba, devora a sus propios hijos.

jueves, 25 de marzo de 2010

CON TODO, VOLVIÓ


Está Alberto, el militar
Que salió en la procesión
Con tricornio y con bastón,
Echando un bote a la mar.

(Los Zapaticos de Rosa)


El Alberto de esta historia, mi querida Colba, no es militar. Probablemente, el estro del Poeta pudo haberle concedido cualquier tipo de embarcación en algunos de los mundos posibles. De haber sido actualizada la representación del artista en el mundo de él, su vida hubiera seguido la estela de otros derroteros. Eso sí, en lugar del tricornio, cubría su intonsa cabellera una deshilachada gorra con las siglas NY.
Era uno de esos días tórridos del mes de julio en Santiago. Mi amiga y yo habíamos llegado a Cuba hacía apenas una semana. Aunque a efectos de las autoridades aduaneras y migratorias nos fueron asignadas diferentes casillas (fijando de este modo nuestra calidad de visitante), sin embargo, aquella mañana, el ojo avizor de Alberto paladeaba en fusión a sus potenciales consumidores. Entre las escasas opciones que dispone todo aquel que, no obstante con un “plus” en su billetera, renuncia a un paquete hotelero y se dispone a vivir como “uno más”, nos decidimos entonces por ir a la playa. Allí estaba él desde muy temprano. Al vernos comenzó su camuflado merodeo típico de un diurno rapaz. Cuando finalmente pudimos ubicarnos en uno de esos sitios tan cotizados como el que ofrece la sombra de cualquier objeto, aprovechó la coyuntura para ofrecernos, con un tono rayano en lo familiar, sus servicios disponibles. Desayuno, cócteles, mariscos frescos, cuarto, carro… y una retahíla de ofertas propiamente de un “todo incluido” en Dubái que de un affaire ambulante. No fue cuestión de marketing que en un instante llegase a persuadirnos, sino, más bien todo lo contrario, de pura necesidad básica desasistida por la infraestructura gastronómica. Nos citamos para la hora del almuerzo. El menú escogido es realmente insignificante en esta historia, y Alberto se marchó con la más alborozada sonrisa del quien ve aumentar su peculio.
No recuerdo cuántas veces antes del tiempo previsto le vimos pasar, nos lanzaba un guiño cómplice (parecido a la relación que guarda las micciones caninas con el territorio en propiedad) y seguía de largo. Al mediodía volvió por nosotros, nos indicó la mesa reservada e inmediatamente comenzó a servir el pedido. Pero había un elemento que no engarzaba con el conjunto del escenario, y que yo pronto capté. Las especialidades de la carta procedían de otro sitio menos de la cocina del herrumbroso y desasido establecimiento estatal. Desconozco las artimañas de las que se valía para utilizar el local en beneficio propio, pero hasta el policía de turno lo saludaba con orgiástica afabilidad. Es de suponer que algunas gotas de la ganancia de hoy salpiquen su impermeable uniforme.
Cuando hubimos deglutido el último sorbo de café que reposaba en el fondo del pequeño recipiente color ámbar, Alberto se acercó a nosotros para concluir con prestancia los honores de su oficio. Nos dejó la cuenta en un platillo y quedó erguido junto a la mesa como si escuchase en su interior una voz de mando. Sin embargo, el billete que ahora miraba en su mano parecía recordarle no sólo la precariedad de su negocio sino también de su existencia. Tomó una bici; y con el índice y el pulgar nos mostró el tiempo que duraría su trayecto. Presuponiendo un número de comportamientos que fijarían su personalidad, no apostábamos muy alto por que regresara. Con todo, volvió.
En medio de la exacerbación cotidiana de la duplicidad y al lado de la asepsia del sistema, Alberto ha encontrado una brecha donde convergen, paradójicamente, la práctica ilegal y la necesidad práctica.

miércoles, 17 de marzo de 2010

TRANSMUTACIÓN MISÁNTROPA


Querida Colba:

Hace apenas algunas semanas tuve la ocasión de ver en la pantalla grande la proyección del documental Havanna- Die neue Kunst, Ruinen zu bauen (Habana: El nuevo arte de hacer ruinas). Hablando en verdad, no me era desconocida la cinta (creo haberla visto más de una vez en Internet). Pero en esta ocasión el encuentro tenía algo de especial: nos acompañaba uno de sus regisseure, Florian Borchmeyer.
Mi condición de espectador familiarizado con el contenido y las imágenes que se amplificaban dentro del cinematógrafo valió, durante más de una hora, para captar los efectos procedentes del público. Los más jóvenes parecían estar intuyendo analogías históricas sacadas de los libros de textos con el nacionalsocialismo o, tal vez, con la antigua RDA. El resto suspiraba con pavor ante un posible movimiento cíclico del tiempo. Al final tuvimos la oportunidad de establecer un debate abierto con Borchmeyer, que nos reseñó los entresijos del sistema cubano con los que él y su equipo chocaron en reiteradas ocasiones.
En mi ignorancia siempre pensé que llevar un color diferente en el pasaporte y poseer una moneda que te permitiera una leve ganancia con respecto a la arbitrariedad del tipo de cambio, eran los atributos que, reconocidos por Jano, te abrirían las puertas revestidas con flor de loto del archipiélago. Pero la ignorancia crea sus propios fantasmas para moverse segura en el mundo y los dioses temen por las usurpaciones “prometeicas” de los hombres. Desde este presupuesto Brochmeyer tropezó sólo con la tangente de una realidad que millones de cubanos hurgan a diario en sus sumideros.
Si a partir de ahora recibe, por boca del funcionario, la negativa de obtener la Tarjeta de turista cada vez que la solicite, dudo si esta bagatela le impida algún acto denodado de masoquismo. Es ahí donde radica el sarcasmo de la excepción: una vez que las aguas vuelven a su cauce, queda, de un lado, aún la posibilidad de seguir recreando otras cosmovisiones, mientras que, del otro, la transmutación misántropa entre vidas humanas y ruinas.

jueves, 26 de noviembre de 2009

UNA SOCIEDAD MUERTA…


El Ser biológico, “el Ser-cuerpo”, que somos tú y yo, Colba, se halla enfrentado desde el primer momento de su aparecer a una batalla destructora en la que le es imposible genuinamente escapar. El Ser lucha con su propia muerte. O mejor dicho, para poder jugar al juego de la Existencia el hombre ha tenido que firmar antes sus credenciales que lo designan como Ser orientado a la muerte. Y nuestra destrucción comienza en el instante en que comienza nuestra vida.
Esta imagen asoladora de la existencia humana es atenuada por la sociedad. De suerte que no estamos solos ante el infortunio y que compartimos la misma materia. La sociedad, con su estructura y funcionalidad complejas así como también su predisposición a perpetuarse, hace de parangón sobre esta otra realidad que, por otro lado, actúa contraria a sus leyes. El hombre cuando se encuentra pertrechado por la convivencia con sus semejantes pierde de vista lo inevitable de su condición objetiva. En este caso no es ya la religión, sino la sociedad la que narcotiza al propio hombre.
De ahí, Colba, tu inquietud lograda por la ausencia en tu vida de estos sortilegios mágicos: ¿Qué sucede cuando la sociedad no es capaz de favorecer el progreso de la especie y se hace cómplice de esas fuerzas corrosivas originarias? Lamentablemente, Colba, ahí predomina un archipiélago en desorden agitado por el movimiento entrópico de la naturaleza. Se disipa la tensión entre existencia y muerte del ser y la actividad humana se contamina con la plasta amorfa del sinsentido.
Pero ten mucho cuidado en pensar que por estar el animal agolpado entre opulentos manjares y suntuoso atuendo su dueño se apiadará de él en el momento del sacrificio. Lucha, eso sí, por tu comida, tu vestido y otras cosas más pero sin olvidar las reglas del juego del que formas parte.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Una imagen inusual de Martí


Por: Vicente Ricardo Tornés Reyes


Cuando cualquier expresión de poder (agitador público, vocero religioso, jefe de Estado o político, etc.) se adueña de la palabra, ya sea escrita o verbal, lo que se obstaculiza es su circulación. Y hasta me atrevería extremar aún más la sentencia: la verdad se tergiversa y el conocimiento se distribuye “a medias tintas”. Dicho sea de paso y en forma de paréntesis, este hecho lo mismo puede darse en un Estado totalitario que en otro bajo algún disfraz de democracia. Lo que sucede, la mayor parte de las veces, es que en aquél es más evidente y menos sutil por su pujante propensión a monopolizar todo el poder en sus manos. De ahí que, bajo estas circunstancias, la tendencia más primaria en el hombre sea dar por válido todo tipo de argumento que provenga de alguna autoridad superior a la suya, o, simplemente, de la mayoría. Esto no sucede sólo en el ámbito de lo político, también en el científico, moral, religioso o en el estrictamente personal.
Pongamos, a propósito, un caso de sumo interés: ¿No han llegado un gran número de cubanos dentro de Cuba a sentir, en determinado momento, algún indicio de aversión por la figura de Martí? Lo hemos convertido en el antecedente irrefutable que justifica el orden actual de las cosas -el rumbo de la historia-; en el can Cerbero doctrinario de la REVOLUCIÓN. (Vaya, que después de todas estas nos tocara ahora hacer de jueces lo condenaríamos, post mortem, por “peligrosidad pre-delictiva” (resaltamos este conjunto de términos puesto últimamente en boga). Pero uno es el Martí enquistado en las doctrinas retazadas de un sistema, y otro, muy distinto, el que puede llegar a nosotros sin revestimientos. Con este objetivo, mostrar otra imagen de Martí, he querido compartir con ustedes una de tantas otras páginas suyas que reivindican la verdad, la honradez, el desinterés propio, el respeto mutuo, el amor a su pueblo, etc., como valores indispensables que debería poseer la profesión política. En mi opinión, el modus operandi que profesa el autor a través de ellas dista, considerablemente, de la arropada complicidad ideológica de la que ha sido investido durante algunas décadas.
En uno de los números del periódico Patria fundado por Martí en Nueva York el año 1892 él mismo publica un artículo titulado La política. Nos encontramos, ante estas declaraciones, con un hombre maduro en su pensamiento revolucionario. Opina que la política es “el arte de hacer felices a los hombres” (MARTÍ, José, Cuba, en Obras Completas, tomo 1, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, Pág. 335). Esta frase es realmente ambigua porque puede llevarnos a la archifamosa controversia mantenida por el neoliberalismo y el comunismo entre libertad e igualdad. Pero, al no ser éste nuestro tema, conviene que sigamos de largo en la exposición.
Martí entiende que cuando la política no es “más que el arte de la administración” ; cuando busca “obtener, por el halago de las pasiones, y la complicidad con los intereses, aquel poder, mantenido por el repartimiento provechoso de la autoridad” (Ibíd. Pág. 336), es deber del hombre que se tenga por honrado adjurar de esta política de funcionarios. Ahora bien, si la política tiene como fin “cambiar de mera forma un país, sin cambiar las condiciones de injusticia” (Ibíd.), y sustituye en el poder a los “autoritarios arrellanados por los autoritarios hambrientos” (MARTÍ, José, Cuba, en Obras Completas, tomo 1, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, Pág. 336), es deber del mismo hombre no renunciar jamás a la actividad política. Tampoco ha de renunciar a ella cuando, no siendo fin en sí misma, surge en pro de la necesidad de escudriñar e instituir los medios favorables del bienestar (no-igualdad) de una nación: es decir, “cuando la política tiene por objeto salvar para la virtud y para la felicidad un pueblo de seres humanos que la opresión pudre en el vicio y el hambre lanza al crimen” (Ibíd.); y cuando pone “en condiciones de vida a un número de hombres a quienes un estado inicuo de gobierno priva de los medios de aspirar por el trabajo y el decoro a la felicidad” (Ibíd.).
Ya sea para tomar algún tipo de postura en denuncia de una política afrentosa, o, por el contrario, asistir en perfeccionamiento de aquella que persigue una sociedad de bienestar, el hombre, en cualquiera de los dos casos, tiene en sus manos un deber que cumplir. Frente a la regulada delimitación de los ámbitos de actuación personal; o a la intervención única y ajustada en un acuerdo temporal desde la práctica del sufragio; o a la subrepticia indiferencia por los asuntos públicos delegando sus resoluciones a un grupo determinado de interés, Martí demandaría la implicación unánime de todos los afectados, porque “la política es el deber de hijo que el hombre cumple con el seno de la madre” (Ibíd. Pág. 335).
Con epilogada metáfora, traída de aquella zona del vasto piélago donde se ensancha el recuerdo y se sublima el confinado corazón, él demanda aquella exigencia connatural en el hombre por el hecho político: “¿Qué hace el hombre bueno, con manos para izar y para arriar, cuando ve que va a mal, por los malos marineros, el barco donde navega una muchedumbre desvalida?” (Ibíd. Pág. 336). Los hombres interpelados por tal exigencia se unirán, y tomarán el timón desprovisto, y torcerán el navío hacia puerto garantizado.

domingo, 28 de junio de 2009

¡En ti está seguir o ceder!


Por, Vicente R Tornés Reyes

Antes que nada permítanme que les diga que las consideraciones que inmediatamente les presento no son producto de un teórico de la sociedad donde cada palabra dicha puede quedar avalada por su autoridad en el conocimiento de la materia, ni por investigaciones previas que confirmen el dato expuesto. El que se dirige a ustedes se presenta como un cubano “de a pie”. Como dijera nuestro Apóstol Nacional José Martí refiriéndose a sus Versos Libres, me atrevo irreverentemente a repetir con él: Éstos son mis humildes pensamientos. “Son como son. A nadie los pedí prestado (…) Tajos son estos de mis propias entrañas (…) No zurcí de éste y aquel, sino sajé en mí mismo”.
Me han pedido que les abordase el tema de La libertad de expresión en la Iglesia de Cuba. Este binomio: libertad de expresión, por un lado e Iglesia, por el otro, está, a mi parecer, íntimamente relacionado con otro binomio de no muy diferente orden. Sería la relación que existe entre Gobierno y Sociedad Civil en un Estado totalitario.
Comprendiendo las características pertenecientes a este tipo de Estado, llegarían ustedes, de forma casi silogística, a sacar sus propias conclusiones acerca del tema en cuestión. Y todo esto sin mi ayuda.
En Cuba impera un régimen totalitario. Esto significa que el influjo del Estado penetra toda la vida social. Se extingue la Sociedad Civil como algo independiente y desaparece la esfera privada. Un Estado de tal calibre acapara en sus manos todo el monopolio del poder: educación, economía, cultura, vida privada y religión. La Iglesia como “institución” independiente del Estado y parte de una Sociedad Civil queda subsumida bajo la extensión indefinida de este absolutismo así descrito.
Ahora bien, después de este pequeño preámbulo, dirijamos nuestra atención a la situación eclesial cubana con respecto al tema que queremos tratar.
Las componendas que puede garantizar la Iglesia en Cuba resultan mínimas y muchas veces imperceptibles a la vista de la mayor parte del pueblo. Debemos decir que su presencia en los medios de comunicación es escasa, por no decir nula. La televisión, la radio, la prensa, instrumentos todos de difusión nacional están vetados para el mensaje evangélico y pastoral. Quiero exceptuar, en este momento, aquellos casos puntuales donde la Iglesia (me refiero siempre a la Iglesia Católica) sí ha podido aparecer en la palestra de algunos de los medios de comunicación. Un hecho claro ha sido cuando el Papa Juan Pablo II nos visitó y las celebraciones fueron trasmitidas por la televisión. Pero aquí fue la realidad la que se impuso y no el derecho ni la legalidad. Pero si redujésemos su campo de acción y lo orientamos a aquellos ámbitos de su pertenencia, por ejemplo una parroquia. ¿Puede aquí expresarse libremente un pastor o un feligrés? Lamentablemente no. Los implicados son conscientes que dentro del grupo, por lo general, deben contar con un “intruso” que archiva cada palabra de tu mensaje y le dará cuenta a un órgano superior que las decodificará y las declarará de adecuadas o no. Si lo son te dejarán tranquilo. No pasará nada. Eres uno más del rebaño dócil y obediente. Ahora, si tus palabras son incómodas y “non gratas” aparecerá un enviado del órgano represivo tocando un día a tu puerta. Te recordará, con lujos de detalles, aquellas palabras que habías tenido por olvidadas en ese preciso momento. En tu conciencia desconcertada alojan ahora el miedo. ¡En ti está seguir o ceder!