jueves, 26 de noviembre de 2009

UNA SOCIEDAD MUERTA…


El Ser biológico, “el Ser-cuerpo”, que somos tú y yo, Colba, se halla enfrentado desde el primer momento de su aparecer a una batalla destructora en la que le es imposible genuinamente escapar. El Ser lucha con su propia muerte. O mejor dicho, para poder jugar al juego de la Existencia el hombre ha tenido que firmar antes sus credenciales que lo designan como Ser orientado a la muerte. Y nuestra destrucción comienza en el instante en que comienza nuestra vida.
Esta imagen asoladora de la existencia humana es atenuada por la sociedad. De suerte que no estamos solos ante el infortunio y que compartimos la misma materia. La sociedad, con su estructura y funcionalidad complejas así como también su predisposición a perpetuarse, hace de parangón sobre esta otra realidad que, por otro lado, actúa contraria a sus leyes. El hombre cuando se encuentra pertrechado por la convivencia con sus semejantes pierde de vista lo inevitable de su condición objetiva. En este caso no es ya la religión, sino la sociedad la que narcotiza al propio hombre.
De ahí, Colba, tu inquietud lograda por la ausencia en tu vida de estos sortilegios mágicos: ¿Qué sucede cuando la sociedad no es capaz de favorecer el progreso de la especie y se hace cómplice de esas fuerzas corrosivas originarias? Lamentablemente, Colba, ahí predomina un archipiélago en desorden agitado por el movimiento entrópico de la naturaleza. Se disipa la tensión entre existencia y muerte del ser y la actividad humana se contamina con la plasta amorfa del sinsentido.
Pero ten mucho cuidado en pensar que por estar el animal agolpado entre opulentos manjares y suntuoso atuendo su dueño se apiadará de él en el momento del sacrificio. Lucha, eso sí, por tu comida, tu vestido y otras cosas más pero sin olvidar las reglas del juego del que formas parte.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Una imagen inusual de Martí


Por: Vicente Ricardo Tornés Reyes


Cuando cualquier expresión de poder (agitador público, vocero religioso, jefe de Estado o político, etc.) se adueña de la palabra, ya sea escrita o verbal, lo que se obstaculiza es su circulación. Y hasta me atrevería extremar aún más la sentencia: la verdad se tergiversa y el conocimiento se distribuye “a medias tintas”. Dicho sea de paso y en forma de paréntesis, este hecho lo mismo puede darse en un Estado totalitario que en otro bajo algún disfraz de democracia. Lo que sucede, la mayor parte de las veces, es que en aquél es más evidente y menos sutil por su pujante propensión a monopolizar todo el poder en sus manos. De ahí que, bajo estas circunstancias, la tendencia más primaria en el hombre sea dar por válido todo tipo de argumento que provenga de alguna autoridad superior a la suya, o, simplemente, de la mayoría. Esto no sucede sólo en el ámbito de lo político, también en el científico, moral, religioso o en el estrictamente personal.
Pongamos, a propósito, un caso de sumo interés: ¿No han llegado un gran número de cubanos dentro de Cuba a sentir, en determinado momento, algún indicio de aversión por la figura de Martí? Lo hemos convertido en el antecedente irrefutable que justifica el orden actual de las cosas -el rumbo de la historia-; en el can Cerbero doctrinario de la REVOLUCIÓN. (Vaya, que después de todas estas nos tocara ahora hacer de jueces lo condenaríamos, post mortem, por “peligrosidad pre-delictiva” (resaltamos este conjunto de términos puesto últimamente en boga). Pero uno es el Martí enquistado en las doctrinas retazadas de un sistema, y otro, muy distinto, el que puede llegar a nosotros sin revestimientos. Con este objetivo, mostrar otra imagen de Martí, he querido compartir con ustedes una de tantas otras páginas suyas que reivindican la verdad, la honradez, el desinterés propio, el respeto mutuo, el amor a su pueblo, etc., como valores indispensables que debería poseer la profesión política. En mi opinión, el modus operandi que profesa el autor a través de ellas dista, considerablemente, de la arropada complicidad ideológica de la que ha sido investido durante algunas décadas.
En uno de los números del periódico Patria fundado por Martí en Nueva York el año 1892 él mismo publica un artículo titulado La política. Nos encontramos, ante estas declaraciones, con un hombre maduro en su pensamiento revolucionario. Opina que la política es “el arte de hacer felices a los hombres” (MARTÍ, José, Cuba, en Obras Completas, tomo 1, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, Pág. 335). Esta frase es realmente ambigua porque puede llevarnos a la archifamosa controversia mantenida por el neoliberalismo y el comunismo entre libertad e igualdad. Pero, al no ser éste nuestro tema, conviene que sigamos de largo en la exposición.
Martí entiende que cuando la política no es “más que el arte de la administración” ; cuando busca “obtener, por el halago de las pasiones, y la complicidad con los intereses, aquel poder, mantenido por el repartimiento provechoso de la autoridad” (Ibíd. Pág. 336), es deber del hombre que se tenga por honrado adjurar de esta política de funcionarios. Ahora bien, si la política tiene como fin “cambiar de mera forma un país, sin cambiar las condiciones de injusticia” (Ibíd.), y sustituye en el poder a los “autoritarios arrellanados por los autoritarios hambrientos” (MARTÍ, José, Cuba, en Obras Completas, tomo 1, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, Pág. 336), es deber del mismo hombre no renunciar jamás a la actividad política. Tampoco ha de renunciar a ella cuando, no siendo fin en sí misma, surge en pro de la necesidad de escudriñar e instituir los medios favorables del bienestar (no-igualdad) de una nación: es decir, “cuando la política tiene por objeto salvar para la virtud y para la felicidad un pueblo de seres humanos que la opresión pudre en el vicio y el hambre lanza al crimen” (Ibíd.); y cuando pone “en condiciones de vida a un número de hombres a quienes un estado inicuo de gobierno priva de los medios de aspirar por el trabajo y el decoro a la felicidad” (Ibíd.).
Ya sea para tomar algún tipo de postura en denuncia de una política afrentosa, o, por el contrario, asistir en perfeccionamiento de aquella que persigue una sociedad de bienestar, el hombre, en cualquiera de los dos casos, tiene en sus manos un deber que cumplir. Frente a la regulada delimitación de los ámbitos de actuación personal; o a la intervención única y ajustada en un acuerdo temporal desde la práctica del sufragio; o a la subrepticia indiferencia por los asuntos públicos delegando sus resoluciones a un grupo determinado de interés, Martí demandaría la implicación unánime de todos los afectados, porque “la política es el deber de hijo que el hombre cumple con el seno de la madre” (Ibíd. Pág. 335).
Con epilogada metáfora, traída de aquella zona del vasto piélago donde se ensancha el recuerdo y se sublima el confinado corazón, él demanda aquella exigencia connatural en el hombre por el hecho político: “¿Qué hace el hombre bueno, con manos para izar y para arriar, cuando ve que va a mal, por los malos marineros, el barco donde navega una muchedumbre desvalida?” (Ibíd. Pág. 336). Los hombres interpelados por tal exigencia se unirán, y tomarán el timón desprovisto, y torcerán el navío hacia puerto garantizado.